Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo.
El lector debe prepararse para asistir a las más siniestras escenas.

jueves, 10 de mayo de 2012

Los zapilondos

Recuerdo aquel día como si fuese hoy. Era un día soleado, yo estaba en la playa leyendo un maravilloso libro. Todo era perfecto, los niños jugaban y chapoteaban en el agua y las mujeres tomaban el sol con sus revistas. De repente, un niño salió corriendo del agua pidiendo auxilio. Me acerqué hasta él y le pregunté que le pasaba. Me dijo que algo en el agua había cogido a su hermano y a él le había mordido.

Tenía cierto miedo, no voy a negarlo, pero me pudo más el misterio y la curiosidad, así que cogí las gafas de bucear, ya un poco rotas, y me adentré en el agua. Estuve un rato buscando al niño, pero no vi nada, excepto unas cuantas burbujas de oxígeno provenientes de una cueva. Decidí adentrarme en ella, lo que vi allí me dejó marcado para toda mi vida. Era una especie de anaconda con siete ojos y cuatro grandes garras. Tenía las uñas como afilados cuchillos. Yo lo llamé zapilondo. Oí un gemido y me di cuenta de que era el niño al que estaba buscando. Me acerque sigilosamente, pero el zapilondo se dio cuenta y se volvió como un rayo. Me empezó a hablar. Al principio no entendía nada por el susto que llevaba encima, pero pronto supe que le pasaba. El zapilondo había oído decir a sus antepasados que los seres que vivían en la superficie habían conquistado muchas cosas. Así pues, decidió esperar a que alguien bajase a su cueva para poder contarle su problema, pero como nadie iba tuvo que coger al niño. El zapilondo estaba enamorado de una zapilonda, pero ella no le hacía caso, entonces  pensó que como los de arriba eran grandes  conquistadores…

Le propuse un trato, el soltaba al niño y yo le ayudaba con la zapilonda. Se puso muy contento y en seguida lo liberó. Como no sabía que decirle con respecto a la zapilonda, se me ocurrió que podía hacer lo mismo que mis padres. Le dije que cogiera unas cuantas algas formando un ramo y unos crustáceos y se los regalara a la zapilonda. Tuve la intuición de que jamás volvería a molestar. Subí a la superficie con el niño y lo deje con su hermano, al que no le di ninguna explicación.

No supe nunca si funcionó mi consejo, pero supuse que si porque no se volvió a saber de él.
Ya sé que estaréis pensando que es imposible que aguantara tanto tiempo sin respirar debajo del agua, pero en esa cueva se podía respirar perfectamente sin necesidad de bombonas de oxígeno.

Cada día vuelvo a esa playa y todavía no he visto a nadie salir corriendo ni nada extraño de lo que sospechar. Parece como si nunca hubiera pasado nada.

Quizás todo fue un sueño.

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