Recuerdo aquel día como si
fuese hoy. Era un día soleado, yo estaba en la playa leyendo un maravilloso
libro. Todo era perfecto, los niños jugaban y chapoteaban en el agua y las
mujeres tomaban el sol con sus revistas. De repente, un niño salió corriendo del
agua pidiendo auxilio. Me acerqué hasta él y le pregunté que le pasaba. Me dijo
que algo en el agua había cogido a su hermano y a él le había mordido.
Tenía cierto miedo, no voy a
negarlo, pero me pudo más el misterio y la curiosidad, así que cogí las gafas
de bucear, ya un poco rotas, y me adentré en el agua. Estuve un rato buscando
al niño, pero no vi nada, excepto unas cuantas burbujas de oxígeno provenientes
de una cueva. Decidí adentrarme en ella, lo que vi allí me dejó marcado para
toda mi vida. Era una especie de anaconda con siete ojos y cuatro grandes
garras. Tenía las uñas como afilados cuchillos. Yo lo llamé zapilondo. Oí un
gemido y me di cuenta de que era el niño al que estaba buscando. Me acerque
sigilosamente, pero el zapilondo se dio cuenta y se volvió como un rayo. Me
empezó a hablar. Al principio no entendía nada por el susto que llevaba encima,
pero pronto supe que le pasaba. El zapilondo había oído decir a sus antepasados
que los seres que vivían en la superficie habían conquistado muchas cosas. Así
pues, decidió esperar a que alguien bajase a su cueva para poder contarle su
problema, pero como nadie iba tuvo que coger al niño. El zapilondo estaba
enamorado de una zapilonda, pero ella no le hacía caso, entonces pensó que como los de arriba eran grandes conquistadores…
Le propuse un trato, el
soltaba al niño y yo le ayudaba con la zapilonda. Se puso muy contento y en seguida
lo liberó. Como no sabía que decirle con respecto a la zapilonda, se me ocurrió
que podía hacer lo mismo que mis padres. Le dije que cogiera unas cuantas algas
formando un ramo y unos crustáceos y se los regalara a la zapilonda. Tuve la
intuición de que jamás volvería a molestar. Subí a la superficie con el niño y
lo deje con su hermano, al que no le di ninguna explicación.
No supe nunca si funcionó mi
consejo, pero supuse que si porque no se volvió a saber de él.
Ya sé que estaréis pensando
que es imposible que aguantara tanto tiempo sin respirar debajo del agua, pero
en esa cueva se podía respirar perfectamente sin necesidad de bombonas de
oxígeno.
Cada día vuelvo a esa playa
y todavía no he visto a nadie salir corriendo ni nada extraño de lo que
sospechar. Parece como si nunca hubiera pasado nada.
Quizás todo fue un sueño.
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