Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo.
El lector debe prepararse para asistir a las más siniestras escenas.

martes, 10 de diciembre de 2013

¿Casualidad o destino?

NOTA: Todo esto, bueno o  menos bueno, pero que se presenta como necesidad en algún sitio profundo y desconocido, solo es posible porque alguien provocó mi atrevimiento. Esto es más suyo que mio, ya sea por cuestiones de cerebros compartidos o porque ya no distingo la diferencia pues es un todo. Sea como fuere, si mientras escribo estas líneas no tuviese su increíble melodía de fondo que provoca una catarsis y una catatonia al mismo tiempo, aseguro que simplemente me sumiría en un océano desconocido. Sin embargo, el grado de locura de este momento me induce mediante secretos que desconozco, a que este ahora presionado teclas que para un mongol resultarán desconocidas. Mas no se preocupe si usted es mongol porque puede que solo yo comprenda este desvarío o que ni si quiera yo lo haga. En todo caso a nadie le gusta leer partes en las que pone nota y se extienden más allá de una línea, o dos con mucho esfuerzo. Así que si después de no haber entendido nada se decide a seguir leyendo, he de decirle que no le comprendo.

Una truculenta ensoñación, un vacío irremediable, una invasión que crees permitida pero cuando te percatas te ha robado toda posesión de voluntad. Pierdes el control sobre tu locura, que antes controlabas en cierta medida, y te encuentras saltando frente a un espejo, con una sensación pletórica, un felicidad que sería capaz de borrar hasta el último vestigio de horror de este mundo. De repente, te encuentras con los puños cerrados apretando aire, las manos han perdido su color por la presión pero, al contrario de lo que pudiera parecer, no existe el daño, pues las manos han cobrado significado. Manos que ahora al mirarlas traen recuerdos a tu memoria, ensoñaciones a tu imaginación y una sonrisa más verdadera que nunca a tus labios.
Intentas retroceder en tu memoria, recordar cada segundo que te llevó a querer gritar al mundo que por fin la vida te había mostrado su cara más íntima. Solo acariciando con sumo cuidado cada trozo de cristal roto, cada espina de esa intensa y apasionante rosa roja, cada lamento de sirena, llega a no olvidarse nunca el sendero de traición que a cada paso se estrecha. Sientes como con un suave y placentero escalofrío que recorre tu espalda, te sumes en una agradable e indescriptible sensación que te hace cerrar los ojos y sentir cada aliento y cada roce como una ensoñación lejana. Algo que supera toda razón, incluso imposición, hace que mente y corazón se junten en uno haciendo navegar el alma como barcos a la deriva, haciendo que sientas la vida en cada uno de esos escalofríos. Puedes notar como tus sentimientos palpitan en tu interior haciéndote confidente de sus secretos más íntimos. Y no es extraño oír esa dulce y encantadora voz susurrándote al oído, sentir las cosquillas que produce ese pelo alocado o una suave caricia que alcanza lo más profundo de tu ser, aun cuando los sueños y deseos de este mundo cruel se interponen entre esa cálida piel y tu frío rostro.
Y estos son los aullidos de un alma apartada de su corazón que intenta, sin lograrlo, que esa luna llena sea fiel espectadora de un lecho común o, que al menos, de paso a un nuevo día que permita ver ese vivo centelleo de sus ojos.



miércoles, 14 de agosto de 2013

Los macabros cuentos de Pete

 Pete siempre tenía la televisión encendida, la mayoría de las veces no le prestaba atención a las imágenes, pero el ruido que llenaba el silencio le hacía compañía. Hasta hace tres años, Pete siempre había vivido con su madre; aun siendo un hombre adulto se comportaba como un crío. Su madre cuidó de él, pero un caluroso día de agosto de hace tres años se la llevó con ella a causa de su problemas de corazón. Pete se quedó solo e indefenso, era tan maniático e infantil que no podía vivir con nadie. Así pues se quedó en la casa de su madre, sin salir de su cuarto, con las persianas bajadas y murmurando palabras ininteligibles. La vecina, que había sido amiga de la madre, le dejaba la comida en la puerta y así se pasaron dos años.
Sin embargo, cuando se cumplió el tercer año de la muerte de su madre Pete empeoró. Salía a altas horas de la noche y volvía con la ropa hecha jirones y llena de manchas. Apenas comía y unas profundas ojeras marcaban su rostro. Se volvió muy escrupuloso y a penas dejaba entrar unos rayos de luz en su casa, que permanecía cerrada como una fortaleza. Nadie sabía que había producido semejantes cambios en él y nadie se imaginaba que hacía cuando salía por la noche de su casa.
Últimamente la gente de Lublín tenía miedo de leer el periódico, de salir a la calle e incluso de llevar a sus hijos a la escuela. Las noticias informaban de las desapariciones diarias de dos niños, de los cuales ninguno había aparecido. La policía no confirmaba ni desmentía nada, lo que hacía sospechar que no tenían la menor pista ni indicio.
Pete siempre había sido una persona extraña, pero su gusto por lo macabro traspasaba límites. Le gustaba ver como los niños lloraban cuando les quitabas sus juguetes, como sus lágrimas surcaban sus tiernas e infantiles mejillas. Pero esto fue creciendo hasta hacerse una necesidad. La muerte de su madre había dejado un gran vacío en él, ya nadie le decía que estaba bien o mal. Una noche algo fría salió a altas horas y con un silencio y seguridad inquietantes raptó a los niños de la casa de enfrente. Los durmió con cloroformo, los metió en un carretillo y los llevó a la nave de la que se había apropiado. Allí metió a cada uno en una jaula y dejó que se despertasen. Los niños estaban aterrorizados y desorientados al despertarse y Pete disfrutaba con ello. Se sentó en una silla y observó el espectáculo.
Cuando los niños se agotaron de gritar y llorar, es decir, de proporcionarle diversión, Pete los mató. Pero no los mató rápidamente, sino con dolor. Pete disfrutaba con los gritos, así que los mataba de una forma macabra y sangrienta. Los tumbaba en una fría camilla de metal que había encontrado en un manicomio abandonado, ajustaba unas correas alrededor de su cintura, sus brazos y sus piernas, les leía un cuento y les contaba su propio final. Después, cogía una motosierra y les cortaba un brazo, se los enseñaba para ver sus horrorizadas caras y los acariciaba con él. Finalmente, recogía toda la sangre que había derramado y se la hacía beber a los niños a la fuerza. Con los huesos asomando, la sangre saliendo a borbotones y mezclada con el vómito Pete se divertía igual que esos niños con una pelota. Cuando se desmayaban Pete les asestaba un hachazo en la cabeza, que caía a un barreño metálico con hielos. El cuerpo lo metía en una trituradora y la carne picada de cada niño se la daba para comer a un gato diferente. La cabeza la congelaba y la guardaba en un frasco junto al nombre para tener un recuerdo de sus amiguitos, como él los llamaba.
Noche tras noche, aun con temperaturas bajo cero, Pete repetía esta rutina. Raptaba a dos niños, los torturaba hasta que desfallecían y los mataba. Una vez que las muertes sumaban un total de doce gatos llenos cada uno de un niño triturado, Pete paró. Era suficiente, al menos por ahora. Envió cada gato a la familia correspondiente con la carne triturada de su interior, quienes angustiados por las recientes desapariciones no les prestaban atención. Hasta que la policía, intrigada por tan misteriosos envíos, se dio cuenta de que todas las familias afectadas habían recibido un gato, así que los analizaron y observaron. Lo que descubrieron les dejo atónitos y perturbados: los niños triturados en el estómago de aquellos animales.
Mientras, Pete se entretenía con las cabezas de los niños, hablándoles y contándoles viejas historias de su infancia. Por fin tenía a alguien que lo escuchase y sabía que jamás lo traicionarían.  Pero se confío demasiado, su ansia de dolor y sufrimiento lo delató.
En el estómago de uno de los gatos la policía encontró un trozo de goma. Al principio no le dieron mucha importancia, pero la intuición de un joven inspector los llevó hasta la antigua fábrica de neumáticos supuestamente abandonada. Cuando entraron, lo que encontraron allí hizo vomitar hasta al más veterano y desmayarse a unos cuantos: las cabezas de los niños, restos de vísceras y huesos, charcos enormes de sangre y un cerebro.
Pusieron patas arriba la nave pero no había ni rastro de Pete. Solo había un gato lamiendo el cerebro abandonado en el suelo que parecía haber sido arrastrado por el reguero de sangre que había dejado. Un policía de la científica lo metió en una nevera con hielo y se lo llevó junto con el gato. Tras buscar por los alrededores encontraron a Pete. Estaba tirado en el suelo, le faltaba la parte de arriba de la cabeza y tenía un hueco donde se supone que antes había un cerebro. Además, como ornamento final, tenía un cuchillo atravesado en el estómago con una nota que decía: “A mamá le gustaban los niños.”

Cinco años después de toda esa macabra historia, el inspector, ya no tan joven, Wales se seguía preguntando el porqué de todo ese montaje y asesinatos. Nadie encontraba una razón clara de que había desencadenado todo aquello. Lo archivaron como trastorno mental del muerto Pete y nunca más nadie se atrevió a remover esos recuerdos. Sin embargo, Wales seguía sin poder dormir, atacado a cada instante por visiones de aquel caso. La única alternativa que se le ocurría fue que quizá los médicos llevasen razón: todo era un invento y él era el que estaba en un manicomio.

martes, 25 de junio de 2013

Eterna compañera de la vida

Hace un tiempo que conoció a su mejor amiga. Era la persona perfecta: sabía escuchar, estaba siempre a su lado, nunca le fallaba. La encontró de repente, siempre había estado ahí, pero ella no se había percatado. Ahora se preguntaba como no había miles de personas esperando a que ella les prestase su atención; era tan estupenda. A cada paso que daba ella la acompañaba, se sentaba a su lado y la animaba. Juntas iban haciendo recuerdos para el futuro.
Mientras, la gente que había estado a su lado veía como todas esas veces que le habían tendido la mano ahora eran respondidas con un simple adiós y hasta nunca. Eran los espectadores de un juego macabro, un sádico juego del que no sabían si eran víctimas o solo les había salpicado las vísceras y la sangre, todo aquello que sobró.
Ella vivía feliz, o eso creía, hasta que un día descubrió el rostro pálido y siniestro de aquella a la que llamaba su amiga. Ahora comprendía porque siempre estaba a su lado, cada segundo que pasaba junto a ella era un segundo que le arrancaba. Un segundo menos de su vida y un segundo más para la de ella. Pero eran tan cálidos y acogedores sus brazos que era difícil zafarse de ellos; intentaba alejarse, corría en otra dirección, pero al llegar al borde solo podía observar el abismo negro y cruel y aquellos brazos tiernos y amables la recogían de nuevo, como una niña perdida al soltar la mano de su madre. Cada intento de huida era inútil, aquel era y sería su hogar. Gritaba pidiendo auxilio, pero su garganta se desgarraba con cada suspiro.
Cada vez veía con más claridad el verdadero rostro de aquella que la retenía, aquella que como un parásito se alimentaba de ella. Estaba todo tan vacío y oscuro que no tenia miedo de que nadie la viese llorar. Su compañera la arrastraba tan fuerte que toda su vida pasaba en un instante, su voluntad y su fuerza estaban al límite, creía desfallecer y justo antes de que los párpados cayesen sobre sus ojos alcanzó a ver algo que ella nunca le había permitido conocer, vio su nombre: Soledad.

sábado, 11 de mayo de 2013

Su vida, su perdición

Los gritos se suceden, ya no le quedan lágrimas con las que mojar la almohada, esa almohada con la que tantas veces intentaba taparse los oídos. La gente hubiera dicho que era feliz, pero nada se alejaba más de la realidad. Era un infeliz lleno de sueños rotos que compartía su vida con la agonía. Poco a poco la agonía aumentaba hasta llegar a un punto donde las alturas eran peligrosas para él, había momentos en que morir  le parecía la opción menos dolorosa. Tantas veces se imaginó sonriente y alegre, canturreando una canción de la que solo recordaba el estribillo, en cambio, la agonía ocupaba toda su mente y todo su corazón. Soñaba con volar de su casa e irse al fin del mundo, donde podría empezar de nuevo, pero sabía que el recuerdo y la agonía siempre estarían ahí. Se miraba con asco al espejo, pensando que él debía solucionar el problema, que era su misión en la vida, y que si no podía arreglarlo no merecía vivir. Ya no había día en que no maldijese su existencia. Así que se limitaba a parecer feliz en vez de serlo. Cada segundo que vivía por fuera moría por dentro. Los que le dieron la vida, lo mataban lentamente.

sábado, 9 de marzo de 2013

El arte de la tortura

La gente me odia, me tiene miedo, piensa que soy repulsivo, pero yo sólo hago lo que ellos no quieren hacer. Simplemente se me da bien hacer daño a los demás y es un arte como otro cualquiera. Es un puesto que alguien tiene que ocupar, si no fuese yo sería otro. Al principio hasta tú tienes asco de ti mismo y las pesadillas se suceden, pero después de tantos años es igual que otro trabajo: una simple rutina.
Me traen a un pobre ladronzuelo, un desdichado tendero o simplemente a alguien que estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado. Todos pasan por las mismas fases: 1ª "Yo no he hecho nada", 2ª "Vendrán a salvarme", 3ª "Piedad, señor, piedad" y 4ª "Morirás por esto". Para mí había pasado a ser "La melodía de la tortura". En los primeros meses me preguntaba que es lo que sentían en las hora previas a la muerte, me sentaba con los presos y les preguntaba. Pero tras unos cuantos escupitajos a la cara y algún que otro te mataré me di cuenta de que era inútil hablar con ellos y me olvidé de todo. Con el tiempo he aprendido a disfrutar de mi trabajo. Los mejores presos son los que se resisten a confesar.
No está escrito en ningún sitio, pero hay una especie de protocolo cuando un nuevo huésped llega a mi adorable morada. La pregunta de si es culpable es obligada, aunque ya sabes la respuesta. Después empieza lo divertido. Se le ata bien fuerte a la mesa de trabajo y se ponen los utensilios en su campo visual, para que huela el perfume del dolor. Por supuesto, la zona de trabajo esta llena de sangre seca, y no tan seca, de anteriores pacientes. Pues bien, como si de música celestial se tratase empiezan los gritos. Coges una mano del reo y le explicas que le vas a hacer, el pánico asoma en su cara como nunca antes lo ha hecho. Agarras las tenazas, las colocas en una uña y la arrancas de cuajo. El grito es estrepitoso, la sonrisa brota en tu cara y la sangre fluye cual arroyo. Continúas así con todas las uñas de las manos hasta que el arroyo se convierte en río. Si el preso es fuerte aguantará y entonces toca el siguiente paso. Calientas un hierro hasta que está al rojo vivo y eliges el sitio donde quieres que lleve la marca. Lo bueno de las torturas es que siempre se tiene público, los otros presos llegan a gritar incluso más que el torturado; no aplauden al final de la obra pero puedes verlos llorar al apreciar la calidad artística. Con suerte el preso seguirá sin confesar y podrás continuar disfrutando. Siguiente paso: la zarpa de gato. Se coge un palo con un garfio en la punta y se desgarra su espalda viendo como tiras de piel son arrancadas, los tendones quedan al aire e incluso, a veces, el hueso. Aquello es un lago de sangre, aunque ya sin gritos del reo que está inconsciente. Se acabó mi actuación en la obra, pero al pobre individuo todavía le queda por vivir. Por supuesto que ha confesado ya todo crimen del que se le acusaba e incluso alguno más. Posiblemente se le meta en una jaula y se le cuelgue en la plaza como ejemplo. Allí pasará sus últimas horas, donde verá la nauseabunda sensación que causa a la gente, hasta que el olor a podredumbre avise a los cuervos de que ya está lista su comida. Y mientras los cuervos se dan un festín yo ya he empezado con otro; pueden comprobar mi eficacia.
Ahora ya pueden odiarme sin remordimientos de conciencia, pero no antes que ni siquiera conocían la mitad de mi trabajo. Y estoy seguro de que alguno, aunque lo niegue, ya está deseando mi papel en la función.

jueves, 28 de febrero de 2013

El laberinto del corazón

Dulce locura la que me mantiene atada a ti. No puedo apartar mi mirada de tus labios, allí donde quiero que los mios se posen como una suave mariposa. Mantenerte la mirada que grita te quiero es todo un reto desde que descubrí tu tesoro. Tengo cada parte de tu cuerpo grabada a fuego en mi cabeza, tengo una imagen tan perfecta que puedo hacerte protagonista de mis sueños y deseos. Quiero que mi vida sea una eternidad a tu lado, quiero poder acariciarte, susurrarte al oído te amo.
Cada vez es más difícil ocultar lo que siento porque no hay razón para hacerlo, pero son demasiadas posibilidades para mi loco corazón. Somos cobardes con respecto a lo que sentimos pero valientes en lanzarnos estocadas. Paso las horas pensando en ti y escribiendo líneas como estas, mientras mi cuerpo tiembla con solo pronunciar tu nombre. Querría hacer desaparecer todas estas líneas, no tener que haberlas escrito nunca, poder quererte sin miedo a hacerlo. Deseo despertarme y descubrir que todo ha sido un sueño y que al encontrarnos nos fundamos en uno. Sé que solo hay una solución, pero es demasiada la incertidumbre que habita en mi cabeza, aunque mi corazón esta libre de toda duda. A veces sueño con que seas tú el que encuentre la salida de este enrevesado laberinto y, que al abrir la puerta de la salida, yo te este esperando.
Solo te quiero a ti. ¿Por qué es tan difícil?

domingo, 17 de febrero de 2013

El miedo

¿Qué pasaría si no existiese el miedo? ¿Que sería distinto en nuestra vida?
Es verdad que es un sentimiento autoprotector que nos ayuda en situaciones de peligro, pero también es cierto que nos condiciona mucho.
¿Cuántas cosas habríamos hecho si no fuera porque teníamos miedo? Cosas que son las que verdaderamente nos harían felices, pero el miedo nos corta las alas. Desde tiempos inmemoriales, el miedo ha sido utlizado para someter a las personas, para poder mandar sobre ellas. Pero qué pasa cuando no hay nadie detrás de ese miedo, sino que es el propio miedo el que nos controla. Es bueno tener miedo, pero en la medida en que nosotros lo controlemos y no él a nosotros.
Todos alguna vez, al echar la vista atrás, hemos pensado: ¿Qué hubiera pasado si hubiera dicho algo en ese momento o a esa persona? Puede ser que a veces al ser valientes, al superar el miedo, nos equivoquemos; pero quién me dice a mí que no hacer nada es la opción correcta. Es difícil, costoso e inseguro, pero y si teniendo menos miedo fuéramos lo que realmente queremos ser.

sábado, 19 de enero de 2013

Una de zombies (I)

Llego a casa cansado del insituto, tiro la mochila al rincón de siempre y miro el móvil: ninguna novedad. Con la rutina bien aprendida como y seguidamente enciendo el ordenador. En lo que le cuesta ponerse en marcha mis padres se van a trabajar y la casa queda bajo mi protección. Cuando el ordenador parece dispuesto a obedecerme miro las redes sociales y como casi siempre: ninguna novedad. La radio parece prometer un rato agradable, así que pulso el botón en el que pone ON y la música inunda la casa. Podría estar escuchándola durante horas, pero los libros luchan por salir de la mochila. Con pesar apago la radio y me sumergo en otras épocas, en la cabeza de escritores y pensadores... Cuando mi cabeza grita que va a explotar y esparcir sus sesos por doquier es la hora de parar. Vuelvo a mirar las redes sociales: ninguna novedad. Dejo que la música vuelva a inundar todo y cierro los ojos. En el fondo de todo el ruido me parece oir un sonido extraño pero no le doy importancia hasta que se vuelve a repetir. Me levanto con intención de descubrir de donde proviene el extraño sonido y no tardo mucho en averiguarlo. Al girarme la sopresa a causa de lo que estoy viendo me puede y ,en vez de gritar, de mi boca solo sale un leve susurro: es un zombie. Instintivamente echo el cuerpo a tierra y me meto debajo de la mesa con la silla separándome del zombie. Solo tengo unos segundos para pensar, así que al ver en la papelera que hay junto a mí un bolígrafo lo cojo y, sin saber muy bien lo que hago, se lo clavo al zombie en la pierna. No parece que le afecte mucho, pero sí lo suficiente como para que me de tiempo a escapar de su vista y llegar hasta la cocina. No dispongo de mucho tiempo, así que cojo lo primero que veo: un par de cuchillos, un paquete de tabaco, un trapo y una botella de whisky. Lo primero que se me pasa por la cabeza es pegarle un buen trago a la botella y acuchillar al zombie otra vez, pero al abrir el paquete de tabaco y ver un mechero se me ocurre una idea. Quizás he visto demasiadas películas de acción pero no es momento para pensar en eso. Oigo como los gruñidos se hacen más fuertes, señal de que se está acercando. Sé que es el momento: 3, 2, 1 ... Una explosión y un fogonazo confirman la eficacia del cóctel molotov, ahora solo falta saber si ha cumplido su objetivo. Con la adrenalina por las nubes me asomo y una sensación enorme de alivio me invade al ver que el zombie yace en el suelo sin moverse. No se qué está pasando ni de dónde ha salido. Tampoco si hay más. Por si acaso decido ir al trastero a proveerme de armas.