Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo.
El lector debe prepararse para asistir a las más siniestras escenas.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Seres humanos

Todos lloran desconsolados preguntándose dónde está el niño de sonrisa dulce, aquel que siempre te regalaba su mirada cálida e inocente. Se preguntan que queda de él en el cuerpo del muchacho que sube las escaleras camino de la muerte. Un verdugo se dispone a mandar su alma al infierno ante la atenta mirada del pueblo. Cerca del verdugo, en una estaca, un cartel reza: "Crimen cometido: asesinar a sus padres a sangre fría." Nadie sabe que pudo suceder, que se le pasó por la cabeza.
La voz había corrido por el pueblo y nadie se lo había creído hasta ver encadenado de pies y manos al muchacho. Todo el mundo comentaba lo mismo: "Parecía un chico feliz y nadie habría pensado que le pasaba semejante atrocidad por la cabeza." El muchacho estaba sereno y se podría decir que sonriendo. No tenía remordimientos y estaba encantado con aquel panorama, ahora él era el centro de las miradas. Por su cabeza solo pasaba una idea: su nombre se repetiría por las calles del pueblo después de su muerte, sería protagonista de horripilantes historias y los nietos de sus conocidos hablarían de él y lo temerían. El viento llevaría su nombre por todo el planeta. Su sangre... No pudo acabar su fantasía, pues un hacha asestó un severo golpe que separó su turbulenta cabeza de su cuerpo, acabando así con su vida y con el temor del pueblo.
Lo que nadie se podía imaginar es que ese muchacho se divertía matando. Con solo cinco años cazaba gatos y los destripaba, para después oler el perfume de la sangre. Había sido el niño raro, el chico solitario y ahora el horrible asesino. Quizás y solo quizás hubiese necesitado un simple: "¿Quieres jugar conmigo?", para evitar semejante brutalidad. Pero ya nunca lo sabremos.
Con el tiempo su nombre se fue extinguiendo y no propagando, como él quería. Porque al fin y al cabo somo seres humanos y por ello necesitamos creer que somos felices para poder seguir adelante, necesitamos olvidar el dolor y dejarlo en un rincón muy profundo de nuestro corazón. Porque nos guía la ira, el amor. la amistad, el enfado, la indignación; nos guían los sentimientos. Somo seres humanos y eso nadie lo puede negar.

miércoles, 8 de agosto de 2012

La espera al final del camino

Skurpi llevaba un largo camino recorrido y estaba cansado. Últimamente se cansaba antes de lo habitual, así que decidió sentarse en una gran roca que había a su derecha. No llevaba mucho equipaje, solo una mochila con algo de comida y su leal garrote. Tenía ese garrote desde que era joven y juntos habían luchado contra ladrones, maleantes y contra muchos Azkos.
Los Azkos eran bestias de las montañas, con enormes garras y un temperamento bastante malo. Tenían un denso pelaje negro y podían llegar a medir tres metros.
Skurpi rememoraba sus viejas batallas junto a Fénix, su viejo garrote. Hace tiempo que las fuerzas le iban fallando y ahora, allí sentado, se daba cuenta de que su peor temor se confirmaba: se estaba haciendo viejo. Y contra eso no puede luchar ningún garrote ni ningún arma. Solo le quedaba esperar en la soledad del camino. Durante años había sido el Gran Skurpi: joven, fuerte y apuesto caballero; ahora solo era el viejo Skurpi. Pero algo le consoló, y es que la vejez trae consigo la sabiduría, pues los años le habían enseñado a sobrevivir y a veces hasta a sonreír. Recordó a la bella Shalda, su esposa, que había muerto por una epidemia que asedió la ciudad hace ocho años. Recordó a sus hijos Ascuin y Lina. Ascuin era un gran guerrero, listo y rápido. Lina era una bella dama, honesta y sensata. Hace tiempo que no sabía de ellos, pues habían huido de la ciudad a causa de la epidemia.
Ahora Skurpi libraba sus batallas por la noche, en sus peores pesadillas. Durante su vida, Skurpi había visto dragones, reyes asesinados por el poder del trono, incestos, bastardos y cosas muy variopintas. Había visto lo peor del mundo, pero también había visto la cara buena de la moneda. Había domado dragones para sobrevolar el cielo, había descubierto nuevas ciudad a lomos de su flamante caballo, había visto a bellas damas, pero en ese momento del camino nada de aquello le compensaba por no haber cumplido su sueño: ser feliz. Para Skurpi la felicidad dependía de una sola cosa, dependía de algo que ya no tenía solución.
Hace tiempo un amigo suyo, como un hermano para él, le había pedido dinero y Skurpi le había dicho que no por el simple motivo de que su amigo Jack pertenecía a la clase social más baja. Skurpi no quería que alguien tan bajo le debiera dinero, aún sabiendo que se lo devolvería y sobrándole dinero. Jack murió al poco tiempo, al igual que su familia, por no tener dinero para comer.
Eso había acompañado a Skurpi durante el resto de sus días, lamentándose por ello a cada segundo. Aquella insignificancia había hecho de su vida una miseria. En aquella roca, Skurpi se daba cuenta de que nada tenían que ver las clases sociales con la felicidad de dos personas. Sabía que jamás se perdonaría, así que rezó para que el tiempo pasara deprisa. Cogió su mochila y se puso en marcha sin rumbo fijo.
El bosque era tan denso que tras diez pasos la negrura reinaba en cada rincón y solo se oían unos sollozos ahogados que hubieran asustado a cualquiera. Al cabo de un rato un sonido gutural salió de las entrañas y se apreció una sombra que solo alguien que estuviera a menos de tres pasos habría identificado como un Azko.