Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo.
El lector debe prepararse para asistir a las más siniestras escenas.

domingo, 6 de mayo de 2018

La batalla

Quizá no hoy, quizá no mañana, pero hay un día en que te preguntarás el porqué. Puede ser un por qué banal o uno muy trascendental. ¿Por qué estoy comiendo arroz con pollo cuando yo quería berenjenas rellenas? ¿Por qué como cada domingo en casa de mis suegros si ni quiera te quiero desde hace cinco años? ¿Por qué salgo cada mañana al alba para entrenar para cada carrera popular cuando de normal ni me levanto a por el mando del televisor? ¿Por qué estamos de vacaciones abrasándonos bajo el sol justiciero de la playa en pleno agosto cuando yo quería coger el coche y perderme por el mundo? ¿Por qué estoy sentado en esta oficina creando un programa que calcule cuanto me han crecido las uñas de los pies en la última semana?

Da igual si de niño preferías los deportes individuales, tu padre se empeñó en apuntarte a fútbol porque "hombre hijo, esto es España y aquí lo que se lleva y a lo que juega todo hijo de vecino es al fútbol". Es igual que le repitieses veinte veces a tu madre que no querías ser médico como las ocho generaciones anteriores, empiezas otra operación a corazón abierto.

Ahí estás, donde dijiste que no estarías. Y ahora estás en tu silla reclinable, en el despacho más grande del rascacielos con enormes ventanales, preguntándote el porqué. Tu niño interior se resiente, oyes un murmullo y suspiras. ¿Cuándo pasó? ¿Cuándo cambió todo? Hace dos días corrías calle abajo con tu arco de madera siendo el justiciero más temido.

Vuelves a casa por el camino de siempre, pero decides ir a visitar a tu madre. Una vez en allí vas directo al que fue tu cuarto, tu fuerte frente a los temibles dragones. Abres el último cajón del armario, rebuscas bajo los zapatos de ejecutivo y sacas una maleta. Metes a prisa cuatro o cinco prendas viejas de ropa que guardaste allí hace unos meses y la cierras con un suave click. Sales con los pies cansados, arrastrando la maleta. Justo antes de abrir la puerta recuerdas algo, desandas tus pasos a trompicones y vuelves a salir enfundado en lo que paree una capa de superhéroe que en otro tiempo fue tres tallas más grandes que tú.

Antes de irte decides despedirte de tu madre, aquella que tantas veces en cuentos te llevó a reinos alejados de este mundo. Te mira con sorpresa, algo asustada, y te interroga. Un silencio es todo lo que recibe por respuesta, mientras tú te alejas hacia la puerta principal. Bajas el manillar, que cede tras un gruñido institucional, y, al cerrar la puerta, un eco resuena en tu menta: ¿Por qué empeñamos nuestros sueños?

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