Pete siempre tenía la televisión encendida, la
mayoría de las veces no le prestaba atención a las imágenes, pero el ruido que
llenaba el silencio le hacía compañía. Hasta hace tres años, Pete siempre había
vivido con su madre; aun siendo un hombre adulto se comportaba como un crío. Su
madre cuidó de él, pero un caluroso día de agosto de hace tres años se la llevó
con ella a causa de su problemas de corazón. Pete se quedó solo e indefenso,
era tan maniático e infantil que no podía vivir con nadie. Así pues se quedó en
la casa de su madre, sin salir de su cuarto, con las persianas bajadas y
murmurando palabras ininteligibles. La vecina, que había sido amiga de la
madre, le dejaba la comida en la puerta y así se pasaron dos años.
Sin embargo, cuando se
cumplió el tercer año de la muerte de su madre Pete empeoró. Salía a altas horas
de la noche y volvía con la ropa hecha jirones y llena de manchas. Apenas comía
y unas profundas ojeras marcaban su rostro. Se volvió muy escrupuloso y a penas
dejaba entrar unos rayos de luz en su casa, que permanecía cerrada como una
fortaleza. Nadie sabía que había producido semejantes cambios en él y nadie se
imaginaba que hacía cuando salía por la noche de su casa.
Últimamente la gente de
Lublín tenía miedo de leer el periódico, de salir a la calle e incluso de
llevar a sus hijos a la escuela. Las noticias informaban de las desapariciones
diarias de dos niños, de los cuales ninguno había aparecido. La policía no
confirmaba ni desmentía nada, lo que hacía sospechar que no tenían la menor
pista ni indicio.
Pete siempre había sido
una persona extraña, pero su gusto por lo macabro traspasaba límites. Le
gustaba ver como los niños lloraban cuando les quitabas sus juguetes, como sus
lágrimas surcaban sus tiernas e infantiles mejillas. Pero esto fue creciendo
hasta hacerse una necesidad. La muerte de su madre había dejado un gran vacío
en él, ya nadie le decía que estaba bien o mal. Una noche algo fría salió a
altas horas y con un silencio y seguridad inquietantes raptó a los niños de la casa
de enfrente. Los durmió con cloroformo, los metió en un carretillo y los llevó
a la nave de la que se había apropiado. Allí metió a cada uno en una jaula y
dejó que se despertasen. Los niños estaban aterrorizados y desorientados al
despertarse y Pete disfrutaba con ello. Se sentó en una silla y observó el
espectáculo.
Cuando los niños se
agotaron de gritar y llorar, es decir, de proporcionarle diversión, Pete los
mató. Pero no los mató rápidamente, sino con dolor. Pete disfrutaba con los
gritos, así que los mataba de una forma macabra y sangrienta. Los tumbaba en
una fría camilla de metal que había encontrado en un manicomio abandonado,
ajustaba unas correas alrededor de su cintura, sus brazos y sus piernas, les
leía un cuento y les contaba su propio final. Después, cogía una motosierra y
les cortaba un brazo, se los enseñaba para ver sus horrorizadas caras y los
acariciaba con él. Finalmente, recogía toda la sangre que había derramado y se
la hacía beber a los niños a la fuerza. Con los huesos asomando, la sangre
saliendo a borbotones y mezclada con el vómito Pete se divertía igual que esos
niños con una pelota. Cuando se desmayaban Pete les asestaba un hachazo en la
cabeza, que caía a un barreño metálico con hielos. El cuerpo lo metía en una
trituradora y la carne picada de cada niño se la daba para comer a un gato
diferente. La cabeza la congelaba y la guardaba en un frasco junto al nombre
para tener un recuerdo de sus amiguitos, como él los llamaba.
Noche tras noche, aun
con temperaturas bajo cero, Pete repetía esta rutina. Raptaba a dos niños, los
torturaba hasta que desfallecían y los mataba. Una vez que las muertes sumaban
un total de doce gatos llenos cada uno de un niño triturado, Pete paró. Era
suficiente, al menos por ahora. Envió cada gato a la familia correspondiente
con la carne triturada de su interior, quienes angustiados por las recientes
desapariciones no les prestaban atención. Hasta que la policía, intrigada por
tan misteriosos envíos, se dio cuenta de que todas las familias afectadas habían
recibido un gato, así que los analizaron y observaron. Lo que descubrieron les
dejo atónitos y perturbados: los niños triturados en el estómago de aquellos
animales.
Mientras, Pete se
entretenía con las cabezas de los niños, hablándoles y contándoles viejas
historias de su infancia. Por fin tenía a alguien que lo escuchase y sabía que
jamás lo traicionarían. Pero se confío
demasiado, su ansia de dolor y sufrimiento lo delató.
En el estómago de uno
de los gatos la policía encontró un trozo de goma. Al principio no le dieron
mucha importancia, pero la intuición de un joven inspector los llevó hasta la
antigua fábrica de neumáticos supuestamente abandonada. Cuando entraron, lo que
encontraron allí hizo vomitar hasta al más veterano y desmayarse a unos cuantos:
las cabezas de los niños, restos de vísceras y huesos, charcos enormes de
sangre y un cerebro.
Pusieron patas arriba
la nave pero no había ni rastro de Pete. Solo había un gato lamiendo el cerebro
abandonado en el suelo que parecía haber sido arrastrado por el reguero de
sangre que había dejado. Un policía de la científica lo metió en una nevera con
hielo y se lo llevó junto con el gato. Tras buscar por los alrededores
encontraron a Pete. Estaba tirado en el suelo, le faltaba la parte de arriba de
la cabeza y tenía un hueco donde se supone que antes había un cerebro. Además,
como ornamento final, tenía un cuchillo atravesado en el estómago con una nota
que decía: “A mamá le gustaban los niños.”
Cinco años después de
toda esa macabra historia, el inspector, ya no tan joven, Wales se seguía
preguntando el porqué de todo ese montaje y asesinatos. Nadie encontraba una
razón clara de que había desencadenado todo aquello. Lo archivaron como
trastorno mental del muerto Pete y nunca más nadie se atrevió a remover esos
recuerdos. Sin embargo, Wales seguía sin poder dormir, atacado a cada instante
por visiones de aquel caso. La única alternativa que se le ocurría fue que
quizá los médicos llevasen razón: todo era un invento y él era el que estaba en
un manicomio.