Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo.
El lector debe prepararse para asistir a las más siniestras escenas.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Los macabros cuentos de Pete

 Pete siempre tenía la televisión encendida, la mayoría de las veces no le prestaba atención a las imágenes, pero el ruido que llenaba el silencio le hacía compañía. Hasta hace tres años, Pete siempre había vivido con su madre; aun siendo un hombre adulto se comportaba como un crío. Su madre cuidó de él, pero un caluroso día de agosto de hace tres años se la llevó con ella a causa de su problemas de corazón. Pete se quedó solo e indefenso, era tan maniático e infantil que no podía vivir con nadie. Así pues se quedó en la casa de su madre, sin salir de su cuarto, con las persianas bajadas y murmurando palabras ininteligibles. La vecina, que había sido amiga de la madre, le dejaba la comida en la puerta y así se pasaron dos años.
Sin embargo, cuando se cumplió el tercer año de la muerte de su madre Pete empeoró. Salía a altas horas de la noche y volvía con la ropa hecha jirones y llena de manchas. Apenas comía y unas profundas ojeras marcaban su rostro. Se volvió muy escrupuloso y a penas dejaba entrar unos rayos de luz en su casa, que permanecía cerrada como una fortaleza. Nadie sabía que había producido semejantes cambios en él y nadie se imaginaba que hacía cuando salía por la noche de su casa.
Últimamente la gente de Lublín tenía miedo de leer el periódico, de salir a la calle e incluso de llevar a sus hijos a la escuela. Las noticias informaban de las desapariciones diarias de dos niños, de los cuales ninguno había aparecido. La policía no confirmaba ni desmentía nada, lo que hacía sospechar que no tenían la menor pista ni indicio.
Pete siempre había sido una persona extraña, pero su gusto por lo macabro traspasaba límites. Le gustaba ver como los niños lloraban cuando les quitabas sus juguetes, como sus lágrimas surcaban sus tiernas e infantiles mejillas. Pero esto fue creciendo hasta hacerse una necesidad. La muerte de su madre había dejado un gran vacío en él, ya nadie le decía que estaba bien o mal. Una noche algo fría salió a altas horas y con un silencio y seguridad inquietantes raptó a los niños de la casa de enfrente. Los durmió con cloroformo, los metió en un carretillo y los llevó a la nave de la que se había apropiado. Allí metió a cada uno en una jaula y dejó que se despertasen. Los niños estaban aterrorizados y desorientados al despertarse y Pete disfrutaba con ello. Se sentó en una silla y observó el espectáculo.
Cuando los niños se agotaron de gritar y llorar, es decir, de proporcionarle diversión, Pete los mató. Pero no los mató rápidamente, sino con dolor. Pete disfrutaba con los gritos, así que los mataba de una forma macabra y sangrienta. Los tumbaba en una fría camilla de metal que había encontrado en un manicomio abandonado, ajustaba unas correas alrededor de su cintura, sus brazos y sus piernas, les leía un cuento y les contaba su propio final. Después, cogía una motosierra y les cortaba un brazo, se los enseñaba para ver sus horrorizadas caras y los acariciaba con él. Finalmente, recogía toda la sangre que había derramado y se la hacía beber a los niños a la fuerza. Con los huesos asomando, la sangre saliendo a borbotones y mezclada con el vómito Pete se divertía igual que esos niños con una pelota. Cuando se desmayaban Pete les asestaba un hachazo en la cabeza, que caía a un barreño metálico con hielos. El cuerpo lo metía en una trituradora y la carne picada de cada niño se la daba para comer a un gato diferente. La cabeza la congelaba y la guardaba en un frasco junto al nombre para tener un recuerdo de sus amiguitos, como él los llamaba.
Noche tras noche, aun con temperaturas bajo cero, Pete repetía esta rutina. Raptaba a dos niños, los torturaba hasta que desfallecían y los mataba. Una vez que las muertes sumaban un total de doce gatos llenos cada uno de un niño triturado, Pete paró. Era suficiente, al menos por ahora. Envió cada gato a la familia correspondiente con la carne triturada de su interior, quienes angustiados por las recientes desapariciones no les prestaban atención. Hasta que la policía, intrigada por tan misteriosos envíos, se dio cuenta de que todas las familias afectadas habían recibido un gato, así que los analizaron y observaron. Lo que descubrieron les dejo atónitos y perturbados: los niños triturados en el estómago de aquellos animales.
Mientras, Pete se entretenía con las cabezas de los niños, hablándoles y contándoles viejas historias de su infancia. Por fin tenía a alguien que lo escuchase y sabía que jamás lo traicionarían.  Pero se confío demasiado, su ansia de dolor y sufrimiento lo delató.
En el estómago de uno de los gatos la policía encontró un trozo de goma. Al principio no le dieron mucha importancia, pero la intuición de un joven inspector los llevó hasta la antigua fábrica de neumáticos supuestamente abandonada. Cuando entraron, lo que encontraron allí hizo vomitar hasta al más veterano y desmayarse a unos cuantos: las cabezas de los niños, restos de vísceras y huesos, charcos enormes de sangre y un cerebro.
Pusieron patas arriba la nave pero no había ni rastro de Pete. Solo había un gato lamiendo el cerebro abandonado en el suelo que parecía haber sido arrastrado por el reguero de sangre que había dejado. Un policía de la científica lo metió en una nevera con hielo y se lo llevó junto con el gato. Tras buscar por los alrededores encontraron a Pete. Estaba tirado en el suelo, le faltaba la parte de arriba de la cabeza y tenía un hueco donde se supone que antes había un cerebro. Además, como ornamento final, tenía un cuchillo atravesado en el estómago con una nota que decía: “A mamá le gustaban los niños.”

Cinco años después de toda esa macabra historia, el inspector, ya no tan joven, Wales se seguía preguntando el porqué de todo ese montaje y asesinatos. Nadie encontraba una razón clara de que había desencadenado todo aquello. Lo archivaron como trastorno mental del muerto Pete y nunca más nadie se atrevió a remover esos recuerdos. Sin embargo, Wales seguía sin poder dormir, atacado a cada instante por visiones de aquel caso. La única alternativa que se le ocurría fue que quizá los médicos llevasen razón: todo era un invento y él era el que estaba en un manicomio.