Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo.
El lector debe prepararse para asistir a las más siniestras escenas.

miércoles, 8 de agosto de 2012

La espera al final del camino

Skurpi llevaba un largo camino recorrido y estaba cansado. Últimamente se cansaba antes de lo habitual, así que decidió sentarse en una gran roca que había a su derecha. No llevaba mucho equipaje, solo una mochila con algo de comida y su leal garrote. Tenía ese garrote desde que era joven y juntos habían luchado contra ladrones, maleantes y contra muchos Azkos.
Los Azkos eran bestias de las montañas, con enormes garras y un temperamento bastante malo. Tenían un denso pelaje negro y podían llegar a medir tres metros.
Skurpi rememoraba sus viejas batallas junto a Fénix, su viejo garrote. Hace tiempo que las fuerzas le iban fallando y ahora, allí sentado, se daba cuenta de que su peor temor se confirmaba: se estaba haciendo viejo. Y contra eso no puede luchar ningún garrote ni ningún arma. Solo le quedaba esperar en la soledad del camino. Durante años había sido el Gran Skurpi: joven, fuerte y apuesto caballero; ahora solo era el viejo Skurpi. Pero algo le consoló, y es que la vejez trae consigo la sabiduría, pues los años le habían enseñado a sobrevivir y a veces hasta a sonreír. Recordó a la bella Shalda, su esposa, que había muerto por una epidemia que asedió la ciudad hace ocho años. Recordó a sus hijos Ascuin y Lina. Ascuin era un gran guerrero, listo y rápido. Lina era una bella dama, honesta y sensata. Hace tiempo que no sabía de ellos, pues habían huido de la ciudad a causa de la epidemia.
Ahora Skurpi libraba sus batallas por la noche, en sus peores pesadillas. Durante su vida, Skurpi había visto dragones, reyes asesinados por el poder del trono, incestos, bastardos y cosas muy variopintas. Había visto lo peor del mundo, pero también había visto la cara buena de la moneda. Había domado dragones para sobrevolar el cielo, había descubierto nuevas ciudad a lomos de su flamante caballo, había visto a bellas damas, pero en ese momento del camino nada de aquello le compensaba por no haber cumplido su sueño: ser feliz. Para Skurpi la felicidad dependía de una sola cosa, dependía de algo que ya no tenía solución.
Hace tiempo un amigo suyo, como un hermano para él, le había pedido dinero y Skurpi le había dicho que no por el simple motivo de que su amigo Jack pertenecía a la clase social más baja. Skurpi no quería que alguien tan bajo le debiera dinero, aún sabiendo que se lo devolvería y sobrándole dinero. Jack murió al poco tiempo, al igual que su familia, por no tener dinero para comer.
Eso había acompañado a Skurpi durante el resto de sus días, lamentándose por ello a cada segundo. Aquella insignificancia había hecho de su vida una miseria. En aquella roca, Skurpi se daba cuenta de que nada tenían que ver las clases sociales con la felicidad de dos personas. Sabía que jamás se perdonaría, así que rezó para que el tiempo pasara deprisa. Cogió su mochila y se puso en marcha sin rumbo fijo.
El bosque era tan denso que tras diez pasos la negrura reinaba en cada rincón y solo se oían unos sollozos ahogados que hubieran asustado a cualquiera. Al cabo de un rato un sonido gutural salió de las entrañas y se apreció una sombra que solo alguien que estuviera a menos de tres pasos habría identificado como un Azko.

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